Un trago de Fuser, sobre dos rocas de Bohemía, con tres gotas de Utopía...

Agitado, no revuelto…

viernes, 2 de marzo de 2012

La esfinge solo tenía tres preguntas...


La Esfinge se agazapó, y avanzó hacia el anciano soltando un rugido de satisfacción.
—Edipo, Rey de Tebas —le dijo al fin, como si el tiempo no hubiera pasado—, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién eres tú?
Edipo se sonrió victorioso, y dando un paso hacia el monstruo voraz, dijo con voz entera:
—Yo, Edipo, el anciano, el que conoció todos los honores de la Tierra, el que amó la justicia por sobre todas las cosas, el que miró cara a cara a la Esfinge, el que venció a su padre en sí mismo para ser el Rey libre de los hombres y el amado de los dioses, yo, el justo, el sufriente, el piadoso, que amó a su madre hasta el paroxismo, que hizo de cada mujer su hija y hermana, que conoció el poder de este mundo y lo despreció por ideales más nobles como la soledad y la dolorosa memoria, yo, el que ahora vaga en la sombra de la vejez como un mísero mendigo que masculla el pan cotidiano de un verso o un divino pensamiento, yo, Edipo, soy Sófocles, el poeta de Atenas, el predilecto de Apolo.
La Esfinge se quedó inmóvil y en completo silencio con una zarpa alzada, como la fiera que espera detrás de los arbustos la ocasión para saltar sobre su presa, y luego de un momento de suspenso habló nuevamente con la entonación grave propia de una sibila:
—Edipo, Rey de Tebas, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién es Antígona?
Edipo oyó el segundo enigma, y lo mismo que con el primero, no vaciló, pero su voz sonó esta vez conmovida, al borde del quebranto, y todo su viejo cuerpo se empequeñeció por la congoja:
—Antígona, luz verdadera de mis ojos, dispuesta a todos los sacrificios; la de ojos melíferos, la niña pensativa que crié en el palacio de Tebas y que un día habría de guiarme a través de las tinieblas de mi espíritu; la de las bellas palabras, la que ve más allá del mundo visible a través del velo sombrío de mi dolor...
Se detuvo e inclinó la cabeza; la Esfinge, entonces, avanzó un paso hacia Edipo, pero éste se repuso, y prosiguió diciendo con renovado ímpetu:
—Antígona, fruto imposible de un maridaje entre mi alma y mi sangre; cuerda tensa de lira que me infunde en silencio cada vibración de su pensar; único sostén de mi cuerpo agobiado en esta hora penúltima... Antígona... ¡Es el Arte!
El horizonte estaba coronado por un arco iris inmenso, y soplaba un viento frío que revolvía de un modo extraño la melena de la Esfinge, como si ésta hubiera comenzado a encolerizarse por la sabiduría de Edipo. Antígona permanecía en silencio, con las manos juntas sobre el pecho, emocionada por la reciente revelación.
La Esfinge torció su boca con furia, rugió sordamente, y avanzó hasta quedar a sólo un paso de Edipo.
—Edipo, Rey de Tebas —dijo una vez más—, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién soy yo?
—¡Tú! —dijo Edipo sin hacerse esperar—, la bella Esfinge que devora a quien no desentraña los sagrados enigmas, y castiga con un destino de dolor a quien sí los desentraña creyendo que obtendrá una dicha inacabable; ¿quién puede resistirse a tu belleza? ¿quién puede escapar a tu celo feroz? Habitas en las cavernas del sueño y en las vastas praderas de la vigilia, acechando al hombre en cada pensamiento y en cada efusión de su voluntad; ruges, y nuestra sangre se alza, duermes, y nuestro cuerpo se impregna de un dulce sopor; te desperezas, y un niño sale del vientre de la madre a este mundo de peligros; das un zarpazo al aire, y un joven de un extremo del orbe, sano como un buey, se desploma inerte hasta el fondo de la tierra; tú, Esfinge, a quien tanto he amado, y a quien he maldecido en la hora del horror... ¡Tú eres la Vida misma!


Sófocles. Edipo Rey.